Transcripción de Palimpsestos. La literatura en segundo grado. pp 53-62
El objeto de este trabajo es lo que yo llamaba en otra parte , “a falta de algo mejor”, la paratextualidad. Después, he hallado algo mejor —o peor: el lector juzgará. Y he destinado “paratextualidad” para designar una cosa totalmente distinta. He de rehacer, pues, el conjunto de ese imprudente programa.
Rehagámoslo, pues. El objeto de la poética, decía yo poco más o menos, no es el texto considerado en su singularidad (ése es más bien el asunto de la crítica), sino el architexto, o, si se prefiere, la architextualidad del texto (como se dice, y es un tanto lo mismo, “la literariedad de la literatura”), es decir, el conjunto de las categorías generales o trascendentes —tipos de discurso, modos de enunciación, géneros literarios, etc.— a las que pertenece cada texto singular . Hoy yo diría más bien, de una manera más amplia, que ese objeto es la transtextualidad, o trascendencia textual del texto, que yo definía ya, toscamente, como “todo lo que lo pone en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”. Así pues, la transtextualidad rebasa e incluye la architextualidad, así como algunos otros tipos de relaciones transtextuales. De éstas, sólo una nos ocupará aquí de manera directa, pero me hace falta primeramente, aunque sólo sea para contornear y jalonear el campo, establecer una (nueva) lista de esas relaciones, que bien puede, a su vez, no ser ni exhaustiva ni definitiva. El inconveniente de la “búsqueda” es que, a fuerza de buscar, ocurre que uno encuentra…lo que uno no buscaba.
Hoy (13 de octubre de 1981), creo percibir cinco tipos de relaciones transtextuales, que enumeraré en un orden aproximativamente creciente de abstracción, de implicitación y de globalidad.
El primero fue explorado, hace algunos años, por Julia Kristeva , bajo el nombre de intertextualidad, y esa nominación nos proporciona, evidentemente, nuestro paradigma terminológico. Yo lo defino, por mi parte, de una manera ciertamente restrictiva, por una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente, y, la mayoría de las veces, por la presencia efectiva de un texto en otro. Con su apariencia más explicita y más literal, es la práctica tradicional de la cita (con comillas, con o sin referencia precisa); con una apariencia menos explícita y menos canónica, la del plagio (en Lautréamont, por ejemplo), que es una toma en préstamo no declarada, pero también literal; bajo una forma aún menos explícita y menos literal, la de la alusión, es decir, de un enunciado cuya plena intelección supone la percepción de una relación entre él y otro al que remite necesariamente una u otra de sus inflexiones, de lo contrario no aceptable: así, cuando Mme. Des Loges, jugando a los proverbios con Voiture, le dice: “Ése no sirve, perfórenos [percez] otro”, el verbo percer (por “proponer”) sólo se justifica y se entiende por el hecho de que Voiture era hijo de un mercader de vino. En un registro más académico, cuando Boileau le escribe a Louis XIV:
Al relato que para ti estoy listo a emprender,
Creo ver las rocas venir corriendo para oírme .
esas rocas móviles y atentas le parecerán, sin duda, absurdas a quien no conozca las leyendas de Orfeo y Anfión. Ese estado implícito (y a veces totalmente hipotético) del intertexto es, desde hace algunos años, el campo de estudio privilegiado de Michael Riffaterre, quien define, en principio, la intertextualidad de una manera mucho más amplia de la que yo lo hago aquí, y extensiva aparentemente a lo que yo denomino transtextualidad: “El intertexto —escribe él, por ejemplo— es la percepción, por el lector, de relaciones entre una obra y otras obras que le han precedido o seguido”, llegando a identificar en su empeño la intertextualidad (como hago yo con la transtextualidad) con la literariedad misma: “La intertextualidad es (…) el mecanismo propio de la lectura literaria. Sólo ella, en efecto, produce la significancia, mientras que la lectura lineal, común a los textos literario y no literario, sólo produce el sentido” . Pero esta extensión de principio se acompaña de una restricción de hecho, porque las relaciones estudiadas por Riffaterre son siempre del orden de las microestructuras semántico-estilísticas, en la escala de la frase, del fragmento o del texto breve, generalmente poético. La “huella” intertextual según Riffaterre es, pues, más (como la alusión) del orden de la figura puntual (del detalle) que de la obra considerada en su estructura de conjunto, campo de pertinencia de las relaciones que estudiaré aquí. Las investigaciones de H. Bloom sobre los mecanismos de la influencia , aunque realizadas en un espíritu totalmente distinto, tienen como objeto el mismo tipo de interferencias, más intertextuales que hipertextuales.
El segundo tipo está constituido por la relación, generalmente menos explícita y más distante, que, en el conjunto formado por una obra literaria, mantiene el texto propiamente dicho con lo que sólo podemos denominar su paratexto : título, subtítulo, intertítulos; prefacios, postfacios, advertencias, introducciones, etc.; notas marginales, al pie de página, finales; epígrafes, ilustraciones; prière d` insèrer, cintillo, sobrecubierta, y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que le procuran al texto un entorno (variable) y a veces un comentario, oficial u oficioso, del que el lector más purista y el menos inclinado a la erudición externa no siempre puede disponer tan fácilmente como quisiera y pretende. No quiero emprender o desflorar torpemente aquí el estudio, quizás venidero, de ese campo de relaciones, que tendremos, por lo demás, muchas ocasiones de volver a encontrar, y que es, sin duda, uno de los lugares privilegiados de la dimensión pragmática de la obra, es decir, de su acción sobre el lector —lugar en particular de lo que se llama de buen grado, después de los estudios de Philippe Lejeune sobre la autobiografía, el contrato (o pacto) genérico . Recordaré simplemente, a título de ejemplo (y de anticipo de un capítulo venidero) el caso del Ulises de Joyce. Es sabido que, cuando se prepublicó por entregas, esa novela estaba provista de títulos de capítulos que evocaban la relación de cada uno de esos capítulos con un episodio de la Odisea: “Sirenas”, “Nausicaa”, “Penélope”, etc. Cuando apareció en volumen, Joyce le había quitado eso intertítulos, de una significación, sin embargo, “capitalísima”. Esos subtítulos suprimidos, pero no olvidados por los críticos, ¿forman parte o no del texto del Ulises? Esta pregunta embarazosa, que le dedico a los partidarios de la clausura del texto, es, típicamente, de orden paratextual. A este respecto, también el “ante-texto” de los distintos borradores, bocetos y proyectos puede funcionar como un paratexto: los reencuentros finales de Lucien Y Mme. de Chasteller no figuran, hablando con propiedad, en el texto de Leuwen; lo único que testimonia de ellos es un proyecto de desenclace abandonado, con el resto, por Stendhal; ¿debemos tenerlos en cuenta en nuestra apreciación de la historia y del carácter de los personajes (De manera más radical: ¿debemos leer un texto póstumo sobre el que no hay nada que nos diga si el autor lo habría publicado si hubiera vivido, ni cómo lo habría publicado?) Ocurre también que una obra constituya un paratexto para otra: el lector de Loca Felicidad (1957), que ve en la última página que el regreso de Angelo a Paulina está en una situación muy crítica, ¿debe acordarse o no de Muerte de un personaje (1949), donde encontramos al hijo y al nieto de ambos, lo que anula de antemano esa docta incertidumbre? La paratextualidad, como vemos, es sobre todo una mina de preguntas sin respuesta.
El tercer tipo de trascendencia textual , que yo denomino metatextualidad, es la relación, se dice más corrientemente: de “comentario” que une un texto a otro texto del que él habla, sin citarlo (convocarlo) necesariamente, y hasta, en última hipótesis, sin nombrarlo: es así como Hegel, en la Fenomenología del espíritu, evoca, alusiva y como silenciosamente, El sobrino de Rameau. Es, por excelencia, la relación crítica. Naturalmente, se han estudiado mucho (meta-metatexto) ciertos metatextos críticos y la historia de la crítica como género; pero no estoy seguro de que se hayan considerado con toda la atención que merecen el hecho mismo de la relación metatextual y el status de ésta. Eso podría producirse .
El quinto tipo (sé que salté el cuarto), el más abstracto y el más implícito, es la architextualidad, anteriormente definida. Se trata de una relación completamente muda, que sólo es articulada, a lo sumo, por una mención paratextual (titular, como en Poesías, Ensayos, La novela de la Rosa, etc., o, la mayoría de las veces, infratitular: la indicación de Novela, Relato, Poemas, etc., que acompaña al título sobre la cubierta), de pura pertenencia taxonómica. Cuando es muda, puede ser por negarse a subrayar una evidencia, o, por el contrario, para rechazar o eludir toda pertenencia. En todos los casos, no se supone que el texto mismo conozca, ni por consiguiente declare, su índole genérica: la novela no se designa explícitamente como novela, ni el poema como poema. Aún menos quizás (porque el género no es sino un aspecto del architexto), el verso como verso, la prosa como prosa, el relato como relato, etc. En último caso, la determinación del status genérico de un texto no es asunto suyo, sino del lector, del crítico, del público, que muy bien pueden negarse a aceptar como tal el status reivindicado por la vía del paratexto: así se dice corrientemente que tal “tragedia” de Corneille no es una verdadera tragedia, o que La Novela de la Rosa no es una novela.
Pero el hecho de que esta relación sea implícita y esté sujeta a discusión (por ejemplo: ¿a qué género pertenece La Divina Comedia?) o a fluctuaciones históricas (los largos poemas narrativos como la epopeya ya casi nunca son percibidos hoy como pertenecientes a la poesía, cuyo concepto se ha ido estrechando poco a poco hasta identificarse con el de poesía lírica) no disminuye en nada su importancia: la percepción genérica, como es sabido, orienta y determina en gran medida “el horizonte de expectativa” del lector, y, por ende, la recepción de la obra.
He diferido deliberadamente la mención del cuarto tipo de transtextualidad porque él y sólo él nos ocupará aquí de manera directa. Éste es, pues, el que denominaré, de aquí en adelante, hipertextualidad. Por ésta entiendo toda relación que una un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré, desde luego, hipotexto) en el cual él se injerta de una manera que no es la del comentario. Como se ve en la metáfora se injerta y en la determinación negativa, esta definición es absolutamente provisional. Para tomarlo de otro modo, establezcamos una noción general de texto a la segunda potencia (renuncio a buscar, para un uso también transitorio, un prefijo que subsumiera a la vez el hiper— y el meta—) o texto derivado de otro preexistente. Esta derivación puede ser ora del orden, descriptivo e intelectual, en que un metatexto (digamos, tal página de la Poética de Aristóteles) “habla” de un texto (Edipo Rey), ora de otro orden, de un orden tal que B no habla en modo alguno de A, pero, sin embargo, no podría existir tal cual sin A, del que él resulta al término de una operación que yo calificaría, también provisionalmente, de transformación, y que, en consecuencia, él evoca de manera más o menos manifiesta, sin hablar de él ni citarlo necesariamente. La Eneida y el Ulises son, sin duda, en grados diversos y, ciertamente, de maneras diversas, dos hipertextos (entre otros) de un mismo hipotexto: La Odisea, desde luego. Como vemos por estos ejemplos, el hipertexto es considerado como una obra “propiamente literaria” más comúnmente que el metatexto —por la sencilla razón, entre otras, de que, generalmente derivado de una obra de ficción (narrativa o dramática), sigue siendo obra de ficción, y como tal cae, por así decir, automáticamente, a los ojos del público, en el campo de la literatura; pero esta determinación no es esencial en él, y le hallaremos, sin duda, algunas excepciones.
Escogí dos ejemplos por otra razón, más decisiva: si la Eneida y el Ulises tienen en común el no derivarse de la Odisea como tal página de la Poética se deriva de Edipo Rey, es decir, comentándola, sino por una operación transformativa, esas dos obras se distinguen entre sí por el hecho de que en los dos casos no se trata del mismo tipo de transformación. La transformación que conduce de la Odisea al Ulises se puede describir (de modo muy burdo) como una transformación simple, o directa: la que consiste en transponer la acción de la Odisea al Dublín del siglo XX. En cambio, la transformación que conduce de la misma Odisea a la Eneida es más compleja y más indirecta, a pesar de las apariencias (y de la mayor proximidad histórica), porque Virgilio no transpone, de Ogigia a Cartago y de Ítaca al Lacio, la acción de la Odisea: él cuenta una historia completamente distinta (las aventuras de Eneas y no ya de Ulises), pero inspirándose, para hacerlo, en el tipo (genérico, es decir, a la vez formal y temático) establecido por Homero en la Odisea (y, de hecho, también en la Ilíada), o, como bien se ha dicho durante siglos, imitando a Homero. También la imitación es, sin duda, una transformación, pero de un proceder más complejo, porque —para decirlo aquí de una manera aún más sumaria— exige la constitución previa de un modelo de competencia genérica (llamémoslo épico) extraído de esa realización [performance] singular que es la Odisea (y, eventualmente, de algunas otras), y capaz de engendrar un número indefinido de realizaciones miméticas. Este modelo constituye, pues, entre el texto imitado y el imitativo, una etapa y una mediación indispensable, que no hallamos en la transformación simple o directa. Para transformar un texto, puede ser suficiente un gesto simple y mecánico (en último caso, arrancar de él simplemente algunas páginas: ésa es una transformación reductora); para imitarlo hay que adquirir necesariamente un dominio por lo menos parcial de él: el dominio de aquel de sus caracteres que se decidió imitar; es natural, por ejemplo, que Virgilio deje fuera de su gesto mimético todo lo que, en Homero, es inseparable de la lengua griega.
Con bastante razón se me podría objetar que el segundo ejemplo no es más complejo que el primero, y que simplemente Joyce y Virgilio no retienen de la Odisea, para conformar a ella sus respectivas obras, los mismo rasgos característicos: Joyce extrae de ella un esquema de acción y de relación entre personajes, que él trata en un estilo completamente distinto, mientras que Virgilio extrae de ella cierto estilo, que él aplica a otra acción. O de un modo más brutal: Joyce cuenta la historia de Ulises de otra manera que Homero, mientras que Virgilio cuenta la historia de Eneas a la manera de Homero; transformaciones simétricas e inversas. Esta oposición esquemática (decir la misma cosa de otro modo/decir otra cosa de modo semejante) no es falsa en el presente caso (aunque desatiende un tanto excesivamente la analogía parcial entre las acciones de Ulises y Eneas), y volveremos a hallar su eficacia en muchas otras ocasiones. Pero ella no es de una pertinencia universal, como también veremos, y, sobre todo, encubre la diferencia de complejidad que separa esos dos tipos de operación.
Para hacer más visible esa diferencia, debo recurrir, paradójicamente, a ejemplos más elementales. Tomemos un texto literario (o paraliterario) mínimo, como el siguiente proverbio: Le temps est un grand maitre [El tiempo es un gran maestro]. Para transformarlo, basta con que yo modifique, no importa cómo, uno cualquiera de sus componentes; si, suprimiendo una letra, escribo: Le temps est un gran maitre, el texto “correcto” se ve así transformado, de una manera puramente formal, en un texto “incorrecto” (falta de ortografía; si, sustituyendo una letra, escribo, como Balzac por boca de Mistigris , Le temps est un grand maigre [El tiempo es un alto flaco], esa sustitución de letra opera una sustitución de palabra, y produce un nuevo sentido; y así sucesivamente. Imitarlo es un asunto completamente distinto: supone que yo identifique en ese enunciado cierta manera (la del proverbio) caracterizada, por ejemplo, y para andar rápido, por la brevedad, la afirmación tajante y la metaforicidad; después, que yo exprese de esa manera (en ese estilo) otra opinión, corriente o no: por ejemplo, que para todo hace falta tiempo, de ahí ese nuevo proverbio : París no se hizo un día. Aquí se ve mejor, espero yo, en qué la segunda operación es más compleja y más mediata que la primera. Lo espero, porque por el momento, no puedo permitirme llevar más lejos el análisis de esas operaciones, que volveremos a encontrar en su momento y lugar.
II
Llamo, pues, hipertexto a todo texto derivado de un texto anterior por transformación simple (en adelante diremos transformación a secas) o por transformación indirecta (diremos imitación). Antes de abordar su estudio se imponen, sin duda, dos precisiones, o precauciones.
Ante todo, no se deben considerar los cinco tipos de transtextualidad como clases estancas, sin comunicación ni intersecciones recíprocas. Sus relaciones son, por el contrario, numerosas, y a menudo decisivas. Por ejemplo, la architextualidad genérica se constituye casi siempre, históricamente, por la vía de la imitación (Virgilio imita a Homero, el Guzmán imita el Lazarillo), y, por tanto, de la hipertextualidad; la pertenencia architextual de una obra frecuentemente es declarada mediante indicios paratextuales; esos indicios mismos son comienzos de metatexto (“este libro es una novela”), y el paratexto, prefacial u otro, contiene muchas otras formas de cmentario; también el hipertexto tiene con frecuencia valor de comentario: un travestissement como el Virgilio travestido es, a su manera, una “crítica” de la Eneida, y Proust dice (y prueba) admirablemente que el pastiche es “crítica en acción”; el metatexto crítico se concibe, pero no se practica casi nunca sin una parte —a menudo considerable— de intertexto citacional en apoyo de él; el hipertexto se cuida más de eso, pero no absolutamente, aunque sólo sea por la vía de las alusiones textuales (Scarrón invoca a veces a Virgilio) o paratextuales (el título Ulises); y, sobretodo, la hipertextualidad, como clase de obras, es en sí misma un architexto genérico, o más bien transgenérico: entiendo por éste una clase de textos que engloba enteramente ciertos géneros canónicos (si bien menores) como el pastiche, la parodia, el travestissement, y que atraviesa a otros —probablemente, a todos los otros: ciertas epopeyas, como la Eneida, ciertas novelas, como Ulises, ciertas tragedias o comedias, como Fedra o Anfitrión, ciertos poemas líricos, como Booz dormido, etc., pertenecen a la vez a la clase reconocida de su género oficial y a la clase desconocida de los hipertextos; y, como todas las categorías genéricas, la hipertextualidad se declara, la mayoría de las veces, mediante un indicio paratextual que tiene valor contractual: Virgilio travestido es un contrato explícito de travestissement burlesco, Ulises es un contrato implícito y alusivo que debe por lo menos alertar al lector de la probable existencia de una relación entre esa novela y la Odisea, etc.
La segunda precisión responderá a una objeción ya presente, supongo, en la mente del lector desde que describí la hipertextualidad como una clase de textos. Si consideramos la transtextualidad en general, no como una clase de textos (proposición carente de sentido: no hay texto sin trascendencia textual), sino como un aspecto de la textualidad, y sin duda a fortiori —diría con razón Riffeterre— de la literariedad, deberíamos considerar también sus diversos oponente (intertextualidad, paratextualidad, etc.), no como clases de textos, sino como aspectos de la textualidad.
Es realmente así como yo la entiendo. Las diversas formas de transtextualidad son a la veces aspectos de toda textualidad y, en potencia y en grados diversos, clases de te textos: todo texto puede ser citado, y, por ende, devenir cita, pero la cita es una práctica literaria definida, que evidentemente trasciende cada una de sus realizaciones, y que tiene sus caracteres generales; todo enunciado puede ser investido de una función paratextual, pero el prefacio (yo diría gustosamente lo mismo del título) es un género; la crítica (metatexto) es, evidentemente, un género; sólo el architexto, sin duda, no es una clase, puesto que es, si así puede decirse, la claseidad (literaria) misma: de todos modos, ciertos textos tienen una architextualidad más fuerte [pregnante] (más pertinente) que otros, y que, como he tenido la ocasión de decir en otra parte, la simple distinción entre obras más o menos provistas de architextualidad (más o menos clasificables) es un esbozo de clasificación architextual.
¿Y la hipertextualidad? También es, evidentemente, un aspecto universal de la literariedad: no hay obra literaria que no evoque, en algún grado, y según las lecturas, alguna otra, y, en ese sentido, todas las obras son hipertextuales. Pero, como los iguales de 1984, algunas lo son más (o más manifiesta, masiva y explícitamente) que otras: Virgilio travestido, digamos, más que las confesiones de Rosseau. Cuanto menos masiva y declarada es la hipertextualidad de una obra, más depende su análisis de un juicio constitutivo, y hasta de una decisión interpretativa del lector: yo puedo decidir que las confesiones de Rosseau son un remake actualizado de las de San Agustín, y que el título de éstas es el indicio contractual de ello —después de lo cual no faltarán las confirmaciones de detalle, simple cuestión de ingeniosidad crítica. Así mismo puedo perseguir en cualquier obra los ecos parciales, localizados y fugaces de cualquier otra, anterior o posterior. Semejante actitud tendría como resultado que se volcara la totalidad de la literatura universal en el campo de la hipertextualidad, lo que volvería poco dominable el estudio de ésta; pero, sobre todo, ella le da un crédito, y le concede un papel, para mí soportable, a la actividad hermenéutica del lector —o del archilector. Enredado desde hace largo tiempo, y para mi mayor bien, con la hermenéutica textual, no quiero abrasar después de viejo la hermenéutica hipertextual. Considero la relación entre el texto y su lector de una manera más socializada, más abiertamente contractual, como una relación que depende de una pragmática conciente y organizada. Abrodaré aquí, pues, salvo excepción, la hipertextualidad por su vertiente más iluminada: aquella en que la derivación del hipotexto al hipertexto es a la vez masiva (toda una obra B se deriva de toda una obra A) y declarada, de una manera más o menos oficial. Yo incluso primeramente había pensado restringir la indagación a los únicos géneros oficialmente hipertextuales (sin emplear la palabra, por supuesto), como la parodia, el travestissement, el pastiche. Razones que más adelante aparecerán me disuadieron, o, más exactamente, me persuadieron de que esa restricción era impracticable; será preciso, pues, ir mucho más lejos, empezando por esas prácticas manifiestas y yendo hacia prácticas menos oficiales —tan poco oficiales que ningún término reconocido las designa como tales y nos hará falta forjar algunos. Dejando de lado, pues, toda hipertextualidad puntual y/o facultativa (que, a mi modo de ver, pertenece más bien a la intertextualidad), eso ya no da, como más o menos dice Laforgue, bastante infinito que cortar.
Ésta es una trascripción hecha a mano, por lo tanto puede contener algunos errores y palabras —generalmente las técnicas— modificadas por el auto-corrector de Office.
Además de eso, no hay ninguna dificultad. En http://musicadelalma.wordpress.com/2007/05/27/intertextualidad/, 12/10/2010 18:33:49
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