jueves, 2 de octubre de 2014

Rulfo: Teoría y Temática (MC)

La Narrativa de la Revolución Mejicana

 La tendencia narrativa de principios del S.XX, sobre todo de 1900 a 1930, fue la regionalista o criollista.
 Se diferenció por privilegiar una postura regionalista, en la cual la relación hombre - medio fue el tema central.
 La naturaleza, generalmente rural, ejerce su influencia sobre la vida de los personajes que deben afrontar una hostil lucha con su medio.
 El hombre se siente, sin embargo, profundamente arraigado a su tierra.
Los autores manifestaron en el cuento y en la Novela, su preocupación por los padecimientos del hombre americano, víctima de los embates de la naturaleza y de los sistemas políticos.

Juan Rulfo

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació en Jalisco, Méjico, en 1918 y murió en 1986. Vivió de cerca las consecuencias de la Revolución ya que parte de su familia pereció en ella.
Cursó estudios en la ciudad de Méjico mientras trabajaba en la Secretaría de Gobernación como agente de migración. Más tarde contrajo matrimonio y alternó su trabajo en una compañía del ramo automotor con su labor literaria.
En 1953 editó su colección de cuentos: "El llano en llamas" y en 1955, la novela "Pedro Páramo". Colaboró en la comunidad Latinoamericana de Escritores y en el Instituto Nacional Indigenista. En 1970 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Características que definen su estilo:

 La estructura y la unidad narrativas se logran por la conjunción de los puntos de vista de los distintos narradores personajes y del narrador omnisciente, que sólo tiene la misión de coordinar o enlazar el relato. Las imágenes se van componiendo gradualmente "en la superficie de aguas revueltas", como un espejo roto.

 El Tiempo: Rulfo maneja distintos tiempos en sus cuentos (y, principalmente en Pedro Páramo). Dentro de la misma perspectiva temporal se pueden distinguir:

- El tiempo histórico o real: generalmente coincide con la historia de Méjico, desde 1858 a 1929, fecha en que finaliza la Revolución Cristera.
- El tiempo de la trama del cuento o novela.
- Un tiempo que no es presente ni pasado sino mítico. Es un tiempo donde no sucede nada, pero sí se evoca. Por lo tanto es interior, subjetivo, no cronológico. Aparece suspendido el devenir temporal pasado - futuro y los personajes se instalan en el presente puro y permanente. Llamamos ucronía a este suceder fuera del tiempo.
- El tiempo circular: generalmente se inicia en un futuro respecto del pasado que será el tema del relato. (Ej. Pedro Páramo.

 Los Personajes: aparecen signados por la necesidad de sobrevivir y por el fracaso de esa lucha. Son seres solitarios y desamparados que viven la realidad "hacia adentro" y "desde adentro".

 La Monotonía: la sensación de que la realidad no cambia, no ocurre nada en el exterior fuera de lo acostumbrado. En la mitología indígena azteca, los muertos no se mudan. Las ánimas se quedan en los mismos parajes en que habitaron en cuerpo. En la creencia judeo-cristiana andan penando hasta encontrar el descanso eterno.

 El Clima de realidad - irrealidad: subrayado por sonidos vacíos, ecos solitarios y diálogos vagos.


Temas

 La Naturaleza: actúa negativamente, en oposición a los personajes. Es casi una presión aplastante la que el medio ejerce sobre el hombre, quien, por lo general, se encuentra desprovisto de un techo que lo proteja.
 La resignación: de los personajes ante las arbitrariedades de la ley y de los gobernantes. Aunque aparezca la idea de rebelión, ésta siempre fracasa y el hombre se resigna silenciosamente.
 La culpa, a través de la sensación de la caída del hombre en la soledad y la desesperanza. Una atmósfera sombría llena de recuerdos dolorosos.
 El amor como sentimiento fallido, incapaz de transmitirse.
 La violencia y la desolación son temas recurrentes.
 El caciquismo, engendrador de violencia.


Técnicas Narrativas

 Flash-back: vueltas al pasado.

 Racconto: narrar por medio de "regresiones". O sea: contar una situación e, inmediatamente, volver hacia atrás haciendo un "recuento" de los hechos previos. (Muy usado por García Márquez).

 Monólogo interior: técnica narrativa que expresa la corriente de la conciencia, el mundo interior del personaje. Hay dos tipos de monólogo interior:
- El directo: que se manifiesta en 1ª. Persona sin que medie intervención del narrador.
- El indirecto: en el que la intervención del narrador es bien marcada; se expresa en 3ª. Persona, pero introducida por expresiones tales como "pensó", "se decía", etc.

 Contrapunto: se enlazan dos historias. O más, pero en pares.

 Narración preactiva: es la narración que comienza por el resultado de los sucesos que iniciaron la acción. ( Ej. "el deseo de venganza" de Dolores Preciado, en Pedro Páramo). A partir de este elemento, la narración se remonta mediante

 Evocaciones: técnica que apunta a lograr una atmósfera poética mediante los distintos tonos que alcanzan las intervenciones de los personajes, las evocaciones traducen estados psíquicos diferentes. Las evocaciones nos remontan a otros tiempos no ordenados cronológicamente.



Rulfo, Juan: El hombre

miércoles, 31 de octubre de 2012

Mansfield, Katherine: Sopla el viento

Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela. -¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento! A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice. -¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey: -Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero. ¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto. -¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente? -No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase. -¡Regresa de inmediato! No lo hará. No lo hará. Odia a su madre. -¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo. En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !” Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa. -Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita. Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí! Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos. -¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula! Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella. -¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios. Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven. -Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice. Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro. Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada. -Estamos aquí -dice el señor Bullen. Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores... -¿Hago la repetición? -Sí, pequeña. Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar... -¿Qué te pasa, pequeña? El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela. -La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre... De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase. -Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más. -Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie. * El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería! -¿Eres tú, Bogey? -Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más. -Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso! El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto. -Esto es mejor, ¿no es cierto? -Agárrate de mi brazo -dice Bogey. No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo. -¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más! El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo. A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas. -¡Más rápido! ¡Más rápido! Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa. -Mira, Bogey. Mira allí. Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla. -... ¿Quiénes son? -... Son hermanos. -Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós... Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido. El viento... el viento.

Kafka, Franz: Ante la ley

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Terrile, Ingrid: Crisálida

Gerhard mira a través de los barrotes de la ventana. Afuera ya comienza a hacer calor y la tierra, partida en grandes pedazos, se parece a un rompecabezas gigante. A lo lejos, la alambrada rodea todo el campo; desde allí parece una fina red, como esa que usaba para cazar bichitos cuando iba a la casa de su abuelo en la montaña De repente distingue, a la altura de sus ojos, una mariposa. Es una de esas grandes, llenas de manchas de todos colores. La tiene tan cerca que casi la puede alcanzar con sus manos. Ve sus alas finas, desplegadas; un reflejo de luz las atraviesa y enciende los pequeños círculos dorados, rojos, verdes que las cubren. La mariposa se aleja, vuelve, se queda como quieta en el aire y, en ese movimiento lento, elegante de sus alas, Gerhard descubre otros brillos, otros reflejos. Finalmente ella se va lejos, describiendo rutas errantes en el rosa opaco del amanecer. Él pasa su pequeña mano a través de los barrotes y la saluda. Sus amigos de la barraca aún duermen. Gerhard cierra los ojos y piensa en la mariposa. Cómo brillaba Mira el techo de lata oxidada, el piso de tierra y mugre, la ropa sucia colgando de las camas. Todo es tan gris aquí. Los niños en la barraca se van despertando, pero sólo se escucha el rozar de los cuerpos con los colchones. Antes, cuando recién habían llegado, todavía tenían ganas de jugar. Por momentos se convertían en intrépidos piratas que iban al asalto de los enemigos embarcados en las cuchetas vecinas, o a veces eran furtivos cazadores perdidos en una selva de ropa gris, atrapados entre mangas de camisas y piernas de pantalones que colgaban de las camas como lianas. Ahora, sólo esperan en silencio. La puerta de la barraca se abre, y el soldado de todos los días hace gestos y repite órdenes, en el extraño idioma de siempre. Al principio, ninguno entendía qué quería decir el hombre. Seguían jugando, algunos hasta se reían del lenguaje raro que usaba el desconocido. Uno a uno habían sido castigados. Luego, el miedo les había enseñado a formar una fila impecable para ir a recibir la única comida del día. Ya en el barracón sucio donde comían, Gerhard recuerda a cada momento su mariposa de colores. No sabe por qué pero está contento, hasta sonríe. Camina con su plato en la mano, mientras piensa en los rastros dorados que dejaba su mariposa en el aire; de repente, sin querer, vuelca un poco de sopa sobre las botas de uno de los guardias. Levanta los ojos tratando de alcanzar la cara del hombre, pero el golpe llega antes. El culatazo lastima su hombro. Aguanta el dolor con los dientes muy apretados, no llora; sabe que si lo hace será todo peor, y se sienta. Ya no sonríe. A partir de ese día, todas las mañanas, Gerhard se para en su cama para alcanzar los barrotes de la ventana y mira, espera, busca. Aún siente el fuerte dolor en el hombro, pero no está triste, sabe que hoy la volverá a ver. La hora de formar la fila llega y su mariposa todavía no aparece. Durante la comida, mira todo detenidamente, trata de encontrar en una miga de pan, en una mancha sobre la mesa, la forma de las alas, los colores. Sin darse cuenta, vuelca una cucharada de guiso sobre el pantalón del soldado de guardia. Esta vez el castigo es más fuerte pero Gerhard no llora, sigue pensando en los colores agitándose en el aire. Por la tarde, un soldado entra en la barraca y lo saca a empujones. Lo dirige a través del campo hacia el edificio principal. Suben varios pisos por una escalera de piedras lisas y relucientes. El soldado lo empuja con la culata del fusil, cada vez que Gerhard se detiene a mirar las vetas en las piedras. Su mariposa tiene colores más hermosos. Llegan a una habitación grande y luminosa donde hay un hombre sentado detrás de un escritorio. En su saco, Gerhard ve los botones dorados. Un rayo de sol que entra por la ventana los hace fulgurar. El hombre se para, es enorme, y con un acento que Gerhard ya conoce, dice algo sobre su descuido en el comedor, sobre la sopa volcada en las botas, en los pantalones de los soldados o algo así. Pero la voz le llega lejana. Por la ventana, de repente, Gerhard ve un destello rápido moviéndose en el aire. Aguanta la respiración; sí, es ella, es su mariposa de todos colores, volando allí cerca. Con un movimiento arrebatado, Gerhard llega al alféizar de la ventana. Su mariposa vuela tranquila, ominosa, coqueteando con sus magníficas alas. Gerhard le grita un saludo y, antes de que los hombres de uniforme puedan reaccionar, se trepa y salta. Arquea la espalda, y mientras cae, sus brazos se alargan, se hacen finos. Poco a poco, Gerhard se va cubriendo de reflejos multicolores.

Scerbanenco, Giorgio: A la orilla del río

Se había sentado a la orilla del río en espera de que pasara el cadáver de su enemigo, como decía el famoso proverbio, desde hacía más de siete años, desde aquella tarde en que el padre de ella le había dicho, con mucha amabilidad, que dejase en paz a su hija, y ella, la hija, estaba presente y no había dicho una sola palabra. Y el verdadero motivo era que él no tenía instrucción, no había estudiado. La familia de ella estaba compuesta por aplicados chupatintas, no aceptaban a un zopenco como él, aunque no se lo dijeran, y todo el ímpetu de su amor por ella, a partir de aquella tarde, se transformó, más que en odio, en helado furor. Se había sentado a la orilla del río y había esperado un año y otro, gozándose de las desgracias que le sucedían a ella: la muerte del padre, la venta de las tierras y luego también de la casa, hasta que ella se tuvo que ir del pueblo totalmente arruinada. Él, de vez en cuando, iba a Milán, antes de casarse, para divertirse con los amigos; y una vez casado, con la mujer, para ir a comprar cosas que sólo se encontraban en la ciudad, y ahora, enriquecido, tenía dinero para comprar muchas cosas, pero permanecía siempre a la orilla del río, sentado, marcado a fuego, por el recuerdo del rechazo de ella. Y también aquel sábado, después de siete años, había venido a Milán a uno de los mejores hoteles, había dejado a su mujer, que necesitaba los servicios del callista, en la peluquería. Cuando volvió a recogerla, su mujer estaba aún en el sillón, con el grueso y nudoso pie desnudo, y una mujer, la que aquel día lo había rechazado, se lo trabajaba humildemente. - Hola, Clelia - le dijo, sentado a la orilla del río, viendo flotar sobre las aguas los despojos, vestidos con una batita azul, de su enemiga.

lunes, 28 de marzo de 2011

Kordon, Bernardo: La última huelga de los basureros


El hecho se produjo en la mañana del 22 de diciembre. El camión Dodge unidad Nº 207 de la Dirección General de Limpieza se encontraba en plena labor por la calle Arenales. Su equipo de cuatro peones se distribuía a razón de dos hombres por acera. El vehículo estaba detenido en el centro de la calzada y este detalle provocó la protesta de Isidoro Camuso, industrial de 45 años, que conducía su Valiant chapa 597.905 de la ciudad de Buenos Aires.

Isidoro Camuso hizo sonar repetidas veces la bocina para exigir que el camión le cediera el paso. Su conductor asomó la cabeza por la cabina y echó una mirada distraída al irritado automovilista, sin mover una sola pulgada su pesado vehículo. Justamente en ese instante los recolectores transportaban los enormes tachos pertenecientes a los edificios señalados por los números 1856, 1858, 1845 y 1849 de la calle Arenales, que no cuentan con sistemas de incineración de residuos. Si hemos señalado que el conductor detuvo el camión en medio de la calzada, obstruyendo el paso al tráfico y se mostró impasible a los requerimientos del automovilista demorado, debemos por otra parte considerar algunas normas de principios laborales. En medio de la calzada el camión se mantiene a igual distancia de los peones que trabajan en cada acera, detalle de importancia cuando se considera que los tachos de basura son tan pesados como molestos de cargar. Por supuesto, nunca un conductor de camión recolector de basura explica ésta u otras razones a los automovilistas impacientes, limitándose a echarles indiferentes miradas desde una cabina que los eleva unos cuatro metros del suelo. Y no por habitual esta conducta dejó de irritar a Isidoro Camuso. A los toques de bocina agregó varios improperios y puso en marcha su automóvil, resuelto a todo.

Al finalizar el año aumentan la temperatura ambiente y la tensión nerviosa en Buenos Aires. Esto se produce en todos los niveles y en cada individuo. Los peones de limpieza aún no habían recibido el aguinaldo y corría el rumor sindical de que la administración ni siquiera contemplaba la posibilidad de pagárselo ese año. En cuanto al industrial Camuso, proyectaba entrevistarse ese mismo día con varias entidades bancarias para solicitar los créditos que le permitieran pagar los aguinaldos de los obreros que amenazaban ocupar su fábrica. Dominado por tales preocupaciones, probó una maniobra desesperada. Giró al máximo el volante, subió el cordón de la vereda con las dos ruedas laterales y de este modo logró pasar al lado del camión detenido. Pero antes de proseguir la marcha, el industrial Camuso no resistió a la tentación de cantarle algunas verdades al camionero. Asomó la cabeza por la ventanilla y gritó:

–¡Basuras! ¡Tendrían que ir adentro del camión!

El hombre de la cabina no tenía tiempo de reaccionar ni podía perseguirlo con su pesado camión. Todo estaba bien calculado por el irritado automovilista. Lástima que en ese instante apareció un peón que cargaba un tacho de basura sobre la cabeza. Con un leve y preciso movimiento de brazos, igual al de un basquetbolista, introdujo el repleto recipiente en el Valiant a través del ventanal trasero.

Isidoro Camuso sintió el estrépito del vidrio y de inmediato pensó: lo paga el seguro. Pero al girar la cabeza comprobó algo que escapaba a toda posibilidad de indemnización. El honor no tiene precio y el industrial se vio vejado en el símbolo de su prestigio social. Un tacho de basura desparramado en el flamante tapizado. El hedor de humillación y muerte llenó su coche y le desgarró el corazón. Detuvo el motor y saltó del coche para encarar al culpable. Éste era un hombre joven e impresionantemente musculoso El industrial no se dejó intimidar por este detalle. Lo haría arrestar. Iba a enseñarle a ese animal. Aunque le costara la mañana entera o todo el día. Pero el tipo que le arrojó el tacho de basura se mostró increíblemente astuto. Agrandó los ojos con gestos de inocencia y abrió los brazos para deplorar:

–Perdone, don. Se resbaló el tacho. ¡Qué macana!

Llamó a sus compañeros:

–¡Vengan muchachos, que aquí pasó un accidente!

Camuso se vio rodeado de cuatro gigantes con ojos resueltos y bocas sarcásticas. Sintió tanto pavor como odio. Volvió a meterse en su coche, pero las carcajadas de esos hombres fueron tan insoportables como si le inyectaran un ácido en el cerebro. Retiró el revólver de la guantera y nuevamente salió del coche para encarar a los peones. Disparó al que le había tirado el tacho. Lo vio caer como si resbalara en el suelo y después nada más. Isidoro Camuso fue derribado y pisoteado. Le machacaron la cabeza con un tacho de basura. Después subieron al joven herido en la cabina y arrojaron el cuerpo de Camuso en la caja trasera. El conductor hizo funcionar la paleta prensadora y el camión basurero engulló al industrial Camuso.

La policía fue alertada. Un radio patrulla desembocó a toda velocidad por la avenida Belgrano y persiguió al camión basurero que huía hacia el sur por la calle Combate de los Pozos. A la altura de la avenida Independencia los policías lograron adelantarse al camión. En el cruce de la avenida San Juan el auto patrullero se atravesó para cortarle el paso, pero el camión ni siquiera aminoró su velocidad. Los testigos declararon que, en vez de frenar, el Dodge aceleró para embestir con mayor fuerza al coche policial. De sus planchas retorcidas se retiraron tres cadáveres y un herido grave. El camión siguió corriendo rumbo al sur, y otros patrulleros fueron lanzados en su persecución. Dos coches policiales lograron alcanzar el camión en fuga y abrieron fuego con pistolas y metralletas. Se produjeron cuatro muertos (entre los transeúntes), pero protegido por su estructura de acero el camión prosiguió su carrera. Se extendió entonces el rumor que por razones políticas y sindicales había orden de detener o balear a todos los basureros. Inmediatamente la noticia fue divulgada por una radio uruguaya y todos los camiones recolectores de basura que se encontraban en las calles de Buenos Aires se dirigieron apresuradamente hacia los basurales del sur. Veinte, cincuenta, trescientos camiones basureros llegaron de toda la ciudad. Llenando el ancho de la avenida Alcorta se hicieron fuertes en el estadio del Club Huracán, en los basurales vecinos y alrededor del gasómetro que eleva su mole sombría en el barrio Patricios. Ya los patrulleros no se animaron a acercarse a los camioneros, que se mantenían en formación de combate, con los motores en marcha y dispuestos a embestir con sus poderosos blindajes, mientras una reunión de delegados obreros de la Dirección General de Limpieza declaraba que el gremio fue injustamente baleado, primero por un oligarca y después por la policía, resolviendo en consecuencia la huelga por tiempo indeterminado. Reunidas a su vez las autoridades municipales, se escuchó al Intendente. Guiñando el ojo en dirección a los representantes de la prensa aseguró que lo más inteligente es dejar pasar estos días de fiesta y mientras tanto “que se pudra la huelga”.

Transcurrieron los días de año nuevo, que como es sabido en Buenos Aires se festejan comiendo a rajacincha. En todas las esquinas se levantaron montículos con las sobras de las fiestas. Se ordenó encenderles fuego, pero resultaron fogatas fallidas, que en vez de arder arrojaron un espeso humo rastrero que apestó peor que los residuos. Revelose así la calidad indestructible de la basura de Buenos Aires, como también su curiosa propiedad de aumentar en proporción geométrica. Entonces las alarmadas autoridades municipales corrieron a consultar a las Fuerzas Armadas. El ejército se negó a recoger la basura por estimar que eso era labor exclusiva de los civiles. Además, era del conocimiento público que se preparaba un golpe militar para los próximos meses: no era pues el momento indicado para adelantarse a sacar las tropas a la calle y menos en una tarea tan fatigosa como denigrante. Invitado a bombardear el reducto de basureros facciosos, el Comandante de las Fuerzas Aéreas hizo saber que la espesa humareda que cubría la ciudad imposibilitaba cualquier acción por el aire. En cuanto a los señores oficiales de la Marina de Guerra se encontraban de vacaciones en distintos balnearios y estancias del país.

A falta de fuerzas, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a las leyes. Un decreto prohibió arrojar la basura en la puerta de calle, bajo pena de cárcel no redimible por multa. Pocas ocasiones hubo de aplicar esa ley, pues nadie arrojaba la basura frente a su casa, prefiriéndose siempre la puerta del vecino. La promulgación de medidas más rigurosas apenas si provocó una insólita consecuencia comercial: en pocos días se agotaron en los negocios los papeles floreados y las cintas de colores y demás artículos que sirven para envolver regalos. Todo el mundo salía de sus casas con cara de fiesta, cargando paquetes coquetos y canastillos primorosos. Invariablemente el contenido era el mismo: basura (enviada anónimamente o con nombres supuestos a amigos o familiares). En verdad nadie se quedaba con su propia basura, en cambio todos chapaleaban en la basura ajena. Ocurrió pues al revés de lo calculado por el Intendente: no fue la huelga sino la ciudad entera la que comenzó a podrirse. Resolviose entonces enviar a un funcionario a parlamentar con los basureros en huelga. A su vuelta aportó noticias nada tranquilizadoras. Los basureros ya no se consideraban tales. La zona ocupada por los huelguistas relucía de pura limpieza. En vez de ser como antes un basural en medio de la ciudad era una zona aséptica en medio del inmenso basural. Eran tantos los peones de limpieza congregados en ese sector, que la consciente aplicación de su profesión apenas les demandaba una hora al día. El resto del tiempo lo ocupaban en reflexionar.

–¿Quiere decir que ya se encuentran camino del arrepentimiento? –se ilusionó el intendente.

–No lo parecen –respondió apenado el delegado.

–¿Informó a los huelguistas sobre el estado de la ciudad?

–Se mostraron poco sorprendidos. Dicen que ya habían observado en su trabajo que cada día la basura producía más basura, demasiada basura, y solamente basura. Ahora se niegan a recogerla. Dicen que ya es demasiado tarde.

–Nous soummees foutues –exclamó el Secretario de Cultura, y luego de adjudicarse el Gran Premio de Poesía desapareció del Palacio, sumando a tantos males el desamparo espiritual de la comuna.

Después de tanta acumulación las montañas de residuos comenzaron a desmoronarse. Avanzaron por las calles como un aluvión, convirtiendo en basura todo aquello que atrapaban en su marcha, así fuese monumento, semáforo, transeúnte, inspector o cualquier otro objeto municipal. Los pobladores de Buenos Aires prefirieron no salir de sus casas, y si bien esto mereció largas y laudatorias editoriales sobre la recuperación de las sanas tradiciones hogareñas, la verdad es que desde entonces la basura comenzó a crecer tanto en los interiores como en las calles. Ambas corrientes se unían en puertas y ventanas con un siniestro sonido de deglución. Este beso de la basura anticipaba nuevos y crecientes ciclos de reproducción. Se prohibió la impresión de diarios y revistas, por entenderse que el papel impreso constituye siempre la parte más abultada de la basura, sin contar que como ya hemos visto servía de envoltorio y disimulo para el contrabando de residuos. Esta restricción a la libertad de prensa produjo una conmoción internacional y los telegramas de protestas del S.I.P. significaron toneladas de papeles que casi cubrieron el Palacio Municipal.

Fue cuando apareció ese viejo apenas cubierto con una sábana andrajosa. El vagabundo o profeta se empinó en lo alto de esa humeante montaña de basura y señaló hacia el oeste. Nunca se supo lo que dijo (en caso de haber dicho algo), pero entonces se formó una larga fila de retirantes que abandonaban la ciudad. Los encumbrados funcionarios que en señal de protesta se quemaron vivos (a la usanza de los bonzos vietnamitas) no lograron otra cosa que enriquecer con sus cadáveres la variedad de residuos y hedores, pero sin lograr detener con tales gestos el éxodo de los contribuyentes municipales.

Cuando en las afueras de la ciudad la caravana desfilaba frente a las torres radiotelefónicas, escucharon la última información oficial: “En plena etapa de recuperación económica, la población de la capital se ha lanzado alegremente en viaje de merecidas vacaciones...” –La voz del locutor se quebró y finalmente se produjo un penoso silencio en el instante que la basura cubrió totalmente las torres de transmisión. Mareas viscosas confluían para volver a unirse en la vuelta redonda de la serpiente que se devora a sí misma. Sin comienzo ni fin brotaba la materia fundamental de la galaxia y el colibrí: trémula fuerza fosforescente sin pesantez engulló a la caravana de fugitivos y fue borrando el recuerdo de la ciudad. Y una llanura pura y desolada –tal como la soñaron los basureros en huelga– quedó a la espera de una nueva fundación de Buenos Aires.