miércoles, 31 de octubre de 2012

Mansfield, Katherine: Sopla el viento

Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela. -¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento! A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice. -¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey: -Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero. ¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto. -¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente? -No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase. -¡Regresa de inmediato! No lo hará. No lo hará. Odia a su madre. -¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo. En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !” Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa. -Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita. Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí! Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos. -¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula! Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella. -¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios. Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven. -Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice. Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro. Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece recién lavada. -Estamos aquí -dice el señor Bullen. Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores... -¿Hago la repetición? -Sí, pequeña. Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar... -¿Qué te pasa, pequeña? El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela. -La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre... De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase. -Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más. -Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie. * El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería! -¿Eres tú, Bogey? -Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más. -Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso! El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto. -Esto es mejor, ¿no es cierto? -Agárrate de mi brazo -dice Bogey. No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo. -¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más! El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo. A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas. -¡Más rápido! ¡Más rápido! Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa. -Mira, Bogey. Mira allí. Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla. -... ¿Quiénes son? -... Son hermanos. -Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós... Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido. El viento... el viento.

Kafka, Franz: Ante la ley

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Terrile, Ingrid: Crisálida

Gerhard mira a través de los barrotes de la ventana. Afuera ya comienza a hacer calor y la tierra, partida en grandes pedazos, se parece a un rompecabezas gigante. A lo lejos, la alambrada rodea todo el campo; desde allí parece una fina red, como esa que usaba para cazar bichitos cuando iba a la casa de su abuelo en la montaña De repente distingue, a la altura de sus ojos, una mariposa. Es una de esas grandes, llenas de manchas de todos colores. La tiene tan cerca que casi la puede alcanzar con sus manos. Ve sus alas finas, desplegadas; un reflejo de luz las atraviesa y enciende los pequeños círculos dorados, rojos, verdes que las cubren. La mariposa se aleja, vuelve, se queda como quieta en el aire y, en ese movimiento lento, elegante de sus alas, Gerhard descubre otros brillos, otros reflejos. Finalmente ella se va lejos, describiendo rutas errantes en el rosa opaco del amanecer. Él pasa su pequeña mano a través de los barrotes y la saluda. Sus amigos de la barraca aún duermen. Gerhard cierra los ojos y piensa en la mariposa. Cómo brillaba Mira el techo de lata oxidada, el piso de tierra y mugre, la ropa sucia colgando de las camas. Todo es tan gris aquí. Los niños en la barraca se van despertando, pero sólo se escucha el rozar de los cuerpos con los colchones. Antes, cuando recién habían llegado, todavía tenían ganas de jugar. Por momentos se convertían en intrépidos piratas que iban al asalto de los enemigos embarcados en las cuchetas vecinas, o a veces eran furtivos cazadores perdidos en una selva de ropa gris, atrapados entre mangas de camisas y piernas de pantalones que colgaban de las camas como lianas. Ahora, sólo esperan en silencio. La puerta de la barraca se abre, y el soldado de todos los días hace gestos y repite órdenes, en el extraño idioma de siempre. Al principio, ninguno entendía qué quería decir el hombre. Seguían jugando, algunos hasta se reían del lenguaje raro que usaba el desconocido. Uno a uno habían sido castigados. Luego, el miedo les había enseñado a formar una fila impecable para ir a recibir la única comida del día. Ya en el barracón sucio donde comían, Gerhard recuerda a cada momento su mariposa de colores. No sabe por qué pero está contento, hasta sonríe. Camina con su plato en la mano, mientras piensa en los rastros dorados que dejaba su mariposa en el aire; de repente, sin querer, vuelca un poco de sopa sobre las botas de uno de los guardias. Levanta los ojos tratando de alcanzar la cara del hombre, pero el golpe llega antes. El culatazo lastima su hombro. Aguanta el dolor con los dientes muy apretados, no llora; sabe que si lo hace será todo peor, y se sienta. Ya no sonríe. A partir de ese día, todas las mañanas, Gerhard se para en su cama para alcanzar los barrotes de la ventana y mira, espera, busca. Aún siente el fuerte dolor en el hombro, pero no está triste, sabe que hoy la volverá a ver. La hora de formar la fila llega y su mariposa todavía no aparece. Durante la comida, mira todo detenidamente, trata de encontrar en una miga de pan, en una mancha sobre la mesa, la forma de las alas, los colores. Sin darse cuenta, vuelca una cucharada de guiso sobre el pantalón del soldado de guardia. Esta vez el castigo es más fuerte pero Gerhard no llora, sigue pensando en los colores agitándose en el aire. Por la tarde, un soldado entra en la barraca y lo saca a empujones. Lo dirige a través del campo hacia el edificio principal. Suben varios pisos por una escalera de piedras lisas y relucientes. El soldado lo empuja con la culata del fusil, cada vez que Gerhard se detiene a mirar las vetas en las piedras. Su mariposa tiene colores más hermosos. Llegan a una habitación grande y luminosa donde hay un hombre sentado detrás de un escritorio. En su saco, Gerhard ve los botones dorados. Un rayo de sol que entra por la ventana los hace fulgurar. El hombre se para, es enorme, y con un acento que Gerhard ya conoce, dice algo sobre su descuido en el comedor, sobre la sopa volcada en las botas, en los pantalones de los soldados o algo así. Pero la voz le llega lejana. Por la ventana, de repente, Gerhard ve un destello rápido moviéndose en el aire. Aguanta la respiración; sí, es ella, es su mariposa de todos colores, volando allí cerca. Con un movimiento arrebatado, Gerhard llega al alféizar de la ventana. Su mariposa vuela tranquila, ominosa, coqueteando con sus magníficas alas. Gerhard le grita un saludo y, antes de que los hombres de uniforme puedan reaccionar, se trepa y salta. Arquea la espalda, y mientras cae, sus brazos se alargan, se hacen finos. Poco a poco, Gerhard se va cubriendo de reflejos multicolores.

Scerbanenco, Giorgio: A la orilla del río

Se había sentado a la orilla del río en espera de que pasara el cadáver de su enemigo, como decía el famoso proverbio, desde hacía más de siete años, desde aquella tarde en que el padre de ella le había dicho, con mucha amabilidad, que dejase en paz a su hija, y ella, la hija, estaba presente y no había dicho una sola palabra. Y el verdadero motivo era que él no tenía instrucción, no había estudiado. La familia de ella estaba compuesta por aplicados chupatintas, no aceptaban a un zopenco como él, aunque no se lo dijeran, y todo el ímpetu de su amor por ella, a partir de aquella tarde, se transformó, más que en odio, en helado furor. Se había sentado a la orilla del río y había esperado un año y otro, gozándose de las desgracias que le sucedían a ella: la muerte del padre, la venta de las tierras y luego también de la casa, hasta que ella se tuvo que ir del pueblo totalmente arruinada. Él, de vez en cuando, iba a Milán, antes de casarse, para divertirse con los amigos; y una vez casado, con la mujer, para ir a comprar cosas que sólo se encontraban en la ciudad, y ahora, enriquecido, tenía dinero para comprar muchas cosas, pero permanecía siempre a la orilla del río, sentado, marcado a fuego, por el recuerdo del rechazo de ella. Y también aquel sábado, después de siete años, había venido a Milán a uno de los mejores hoteles, había dejado a su mujer, que necesitaba los servicios del callista, en la peluquería. Cuando volvió a recogerla, su mujer estaba aún en el sillón, con el grueso y nudoso pie desnudo, y una mujer, la que aquel día lo había rechazado, se lo trabajaba humildemente. - Hola, Clelia - le dijo, sentado a la orilla del río, viendo flotar sobre las aguas los despojos, vestidos con una batita azul, de su enemiga.