miércoles, 31 de octubre de 2012

Scerbanenco, Giorgio: A la orilla del río

Se había sentado a la orilla del río en espera de que pasara el cadáver de su enemigo, como decía el famoso proverbio, desde hacía más de siete años, desde aquella tarde en que el padre de ella le había dicho, con mucha amabilidad, que dejase en paz a su hija, y ella, la hija, estaba presente y no había dicho una sola palabra. Y el verdadero motivo era que él no tenía instrucción, no había estudiado. La familia de ella estaba compuesta por aplicados chupatintas, no aceptaban a un zopenco como él, aunque no se lo dijeran, y todo el ímpetu de su amor por ella, a partir de aquella tarde, se transformó, más que en odio, en helado furor. Se había sentado a la orilla del río y había esperado un año y otro, gozándose de las desgracias que le sucedían a ella: la muerte del padre, la venta de las tierras y luego también de la casa, hasta que ella se tuvo que ir del pueblo totalmente arruinada. Él, de vez en cuando, iba a Milán, antes de casarse, para divertirse con los amigos; y una vez casado, con la mujer, para ir a comprar cosas que sólo se encontraban en la ciudad, y ahora, enriquecido, tenía dinero para comprar muchas cosas, pero permanecía siempre a la orilla del río, sentado, marcado a fuego, por el recuerdo del rechazo de ella. Y también aquel sábado, después de siete años, había venido a Milán a uno de los mejores hoteles, había dejado a su mujer, que necesitaba los servicios del callista, en la peluquería. Cuando volvió a recogerla, su mujer estaba aún en el sillón, con el grueso y nudoso pie desnudo, y una mujer, la que aquel día lo había rechazado, se lo trabajaba humildemente. - Hola, Clelia - le dijo, sentado a la orilla del río, viendo flotar sobre las aguas los despojos, vestidos con una batita azul, de su enemiga.

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