miércoles, 5 de mayo de 2010

Monterroso, Augusto: La oveja negra y demás fábulas (selección)

La fe y las montañas

Al principio, la Fe movía montañas solo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió, entonces, abandonar la Fe y, ahora, las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando, en la carretera, se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.

La tela de Penélope, o quién engaña a quién

Hace muchos años, vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien, a pesar de ser bastante sabio, era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que, en cada ocasión en que Ulises, con su astucia, observaba que, a pesar de sus prohibiciones, ella se disponía, una vez más, a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando, a hurtadillas, sus botas y una buena barca, hasta que, sin decirle nada, se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera, ella conseguía mantenerlo alejado, mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

La Jirafa que, de pronto, comprendió que todo es relativo

Hace mucho tiempo, en un país lejano, vivía una Jirafa de estatura regular pero tan descuidada que una vez salió de la Selva y se perdió.
Desorientada, como siempre, se puso a caminar a tontas y a locas de aquí para allá y, por más que se agachaba para encontrar el camino, no lo encontraba.
Así, deambulando, llegó a un desfiladero donde, en ese momento, tenía lugar una gran batalla.
A pesar de que las bajas eran cuantiosas por ambos bandos, ninguno estaba dispuesto a ceder un milímetro de terreno.
Los generales arengaban a sus tropas con las espadas en alto, al mismo tiempo que la nieve se teñía de púrpura con la sangre de los heridos.
Entre el humo y el estrépito de los cañones se veía desplomarse a los muertos de uno y otro ejército, con tiempo apenas para encomendar su alma al diablo; pero los sobrevivientes continuaban disparando con entusiasmo hasta que a ellos también les tocaba y caían con un gesto estúpido pero que, en su caída, consideraban que la Historia iba a recoger como heroico, pues morían por defender su bandera; y, efectivamente, la Historia recogía esos gestos como heroicos, tanto la Historia que recogía los gestos del uno, como la que recogía los gestos del otro, ya que cada lado escribía su propia historia; así, Wellington era un héroe para los ingleses y Napoleón era un héroe para los franceses.
A todo esto, la Jirafa siguió caminando, hasta que llegó a una parte del desfiladero en que estaba montado un enorme Cañón, que, en ese preciso instante, hizo un disparo exactamente unos veinte centímetros arriba de su cabeza, más o menos.
Al ver pasar la bala tan cerca y mientras seguía con la vista su trayectoria, la Jirafa pensó:
"Qué bueno que no soy tan alta, pues si mi cuello midiera treinta centímetros más esa bala me habría volado la cabeza; o bien, qué bueno que esta parte del desfiladero en que está el Cañón no es tan baja, pues si midiera treinta centímetros menos la bala también me habría volado la cabeza. Ahora comprendo que todo es relativo".

Monólogo del Mal

Un día, el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero, al verlo tan chico, el Mal pensó:
"Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago el Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no desperdiciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que, entonces, la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Mal está mal y lo que hace el Bien está bien".
Y así, el Bien se salvó una vez más.

El Burro y la Flauta

Tirada en el campo, estaba, desde hacía tiempo, una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que, un día, un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

Monólogo del Bien

"Las cosas no son tan simples", pensaba aquella tarde el Bien, "como creen algunos niños y la mayoría de los adultos".
"Todos saben que, en ciertas ocasiones yo me oculto detrás del Mal, como cuando te enfermás y no puedes tomar un avión y el avión se cae y no se salva ni Dios; y que, a veces, por lo contrario, el Mal se esconde detrás de mí, como aquel día en que el hipócrita de Abel se hizo matar por su hermano Caín para que éste quedara mal con todo el mundo y no pudiera reponerse jamás".
"Las cosas no son tan simples".


Origen de los ancianos

Un niño de cinco años explicaba la otra tarde a uno de cuatro que, entre muchos de ellos, se mantiene la más rigurosa pureza sexual y ni siquiera se tocan entre sí porque saben o creen saber que, si por casualidad se descuidan y se dejan llevar por la pasión propia de la edad y se copulan, el fruto inevitable de esa unión contra natura es, indefectiblemente, un viejito o una viejita; que, en esa forma, se dice que han nacido y nacen todos los días los ancianos que vemos en las calles y en los parques; y que, quizá, esta creencia obedecía a que los niños nunca ven jóvenes a sus abuelos y a que nadie les explica cómo nacen éstos o de dónde vienen; pero que, en realidad, su origen no era necesariamente ése.

No hay comentarios:

Publicar un comentario